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domingo, 4 de noviembre de 2018

DESESPERADAMENTE BUSCANDO CALDERONES EN ALGARROBO

Diario El Mercurio. Revista Domingo
domingo, 04 de noviembre de 2018
por Sergio Paz
 
Calderón. Foto de archivo en Internet
En los últimos cinco años, la costa de Algarrobo ha comenzado a ser frecuentada por numerosos cetáceos -ballenas y delfines incluidos-, lo que, sumado a la diversidad de siempre, convierte al clásico balneario en destino ineludible para los amantes del buceo y la vida marina. Más ahora que llegaron unos nuevos vecinos que vaya que pueden sorprender.

Pescábamos en un bote frente a San Alfonso del Mar, en Algarrobo, cuando una aleta larga y puntiaguda salió del mar, cautivando nuestra atención.


-Parece que llevaremos tiburón para la cena -dijo mi esposa, tras lo cual el animal pareció darse por aludido y desapareció.

Pero ¿de verdad habíamos visto un escualo? Y si era así, ¿de qué especie? ¿O era algo diferente?

Como si se tratara de un anzuelo bien atado al espinel, el interés quedó ahí y no aflojó. Sin embargo, aunque navegamos varias veces al mismo lugar, no volvimos a ver nada parecido.

Los días siguientes pregunté a buzos y pescadores qué podría haber sido la gran aleta, pero nadie se aventuró con una explicación. Eso hasta un día en que hablaba con Pablo Zavala -buzo y creador de Buceo Algarrobo- y él dijo algo que pareció sensato, aunque inusual.

-Lo que vieron fue probablemente un calderón.

¿Un calderón? ¿En Algarrobo?

-Probablemente. En los últimos cinco años -continuó Zavala-, la costa central ha comenzado a ser frecuentada por cetáceos. En Quintay, de hecho, han vuelto las ballenas y aquí mismo, en Algarrobo, cada vez es más fácil ver delfines.

De inmediato, la idea comenzó a dar vueltas en mi cabeza: si andaban calderones, ¿podríamos volver a verlos? Y si estaban ahí, ¿se podría bucear con ellos?

-¿Irías a buscarlos? -pregunté.

-Claro, vamos -dijo Zavala.

El proyecto calderones se había puesto en marcha.

Un primer "encuentro"

Creo que la primera vez que escuché hablar sobre la existencia de estos grandes y tiernos animales (los "etés" del mar, también conocidos como peces negros o ballenas piloto) fue cuando viajé al Estrecho de Magallanes, con objeto de intentar una aventura no menos particular: bucear con ballenas jorobadas. Todo un reto que demandó dos viajes hasta que el objetivo se cumplió.

La cosa es que, en los días en que se desarrolló la expedición, en la radio de los científicos (que los comunicaban con el mundo desde su campamento en la isla Carlos III) se decía que varios calderones habían varado tras acercarse demasiado a una playa, generando la desazón entre quienes, infructuosamente, habían intentado ayudarlos.

Para entonces no tenía idea de qué eran los calderones, pero ahí me enteré de algunas características. Se trata de cetáceos odontocetos (con dientes), que pertenecen a la familia de los delfines. Los calderones, en efecto, son grandes y robustos, los cuartos delfines más grandes después de las monumentales orcas. Claro que en verdad lo que distingue a los calderones son sus grandes cabezas, como si en ellas llevaran una gran olla o calderón, lo que explica su curioso nombre.

Años después, tal como había ocurrido en la Patagonia, una y otra vez escuché de grandes varazones en Chile y el mundo. Una vez en Clemente, una de las islas de las Guaitecas, en una de sus playas quedaron más de veinte. Cinco, seis años atrás, al menos cincuenta quedaron tirados cerca de caleta Susana, 150 kilómetros al norte de Punta Arenas.

Quienes los vieron ahí se sorprendieron con sus dimensiones: ejemplares de al menos cinco o seis metros, dos toneladas de peso y grandes aletas dorsales que en el mar les habrían ayudado a navegar con mucha estabilidad, al menos a 30 kilómetros por hora.

Entiendo que la última tragedia fue el año pasado, en Llico: en esa ocasión, los mismos vecinos se organizaron y lograron devolver al mar al menos veinticinco calderones que se habían acercado demasiado a la costa.

El fenómeno no solo ocurre en Chile. Hace unos años, más de cien calderones vararon en bahía Hamelin, cerca de Perth, Australia. Poco después, algo similar ocurrió en la isla Stewart, Nueva Zelandia, causando conmoción en los medios, pues la noticia suele ser tan emotiva como dramática. Eso porque cuando un calderón vara, pocas horas después muere por deshidratación o bien porque sus pulmones quedan aplastados, falleciendo por asfixia.

Por qué varan es algo que hasta el día de hoy nadie sabe con exactitud, aunque existen varias teorías que intentan explicarlo. Según algunos, se confundirían con los ruidos de naves militares (barcos o submarinos) o bien con todo el ajetreo de las grandes construcciones en la costa. Otros, en cambio, aseguran que, como los calderones se orientan con ayuda del campo magnético de la Tierra y un complejo sistema de ecolocalización, al cambiar este campo, el sistema falla. Y, finalmente, se terminan estrellando en las costas. De ser cierta esta idea, la varazón de calderones (y de cetáceos en general) sería prueba de que un gran cambio en el planeta está en camino. Y en eso ni Trump ni el calentamiento global tienen algo que ver.

La búsqueda

Para planear la aventura, con Pablo nos juntamos a trabajar en la cocina de mi casa en Algarrobo, donde vivo hace poco más de un año. A fines del verano ya nos habíamos reunido con el objeto de planear un libro de fotos -con trabajos de él y de su padre, también fotógrafo- que dará cuenta de los tesoros naturales del vecindario: un especial lugar sobre la costa central que siempre sorprende con su mar turquesa, imponentes farellones y rica vida marina que Zavala, el buzo, conoce como pocos.

Motivado por su padre, Pablo empezó a bucear en Algarrobo cuando tenía 8, 9 años. Ya más grande se dedicó a la caza submarina y, en algún minuto, al buceo autónomo, pasión a la que se dedica profesionalmente hace varias décadas. Y, entre buceo y buceo, se hizo fotógrafo submarino, especializado en el litoral central, particularmente de Algarrobo.

-En las últimas décadas -dice Zavala- creo que he buceado aquí prácticamente todos los fines de semana.

Ahora, si no se encuentra en Algarrobo, probablemente sí esté buceando en algún otro lado. Con esa intención viajó unos años atrás al Mar Rojo (una de las mejores fotos de Zavala es de un naufragio de la Segunda Guerra). Y no menos espectacular fue el periplo que emprendió cuando acompañó a Céline Cousteau a Huanay, a los pies del Melimoyu.

Zavala no para y ahora, en noviembre, se prepara para ir como fotógrafo de un grupo que él mismo creó en Facebook, para bucear en Juan Fernández junto a Lene Spaarwater y la gente de Archipiélago Expediciones. Será la segunda vez de Zavala en Robinson Crusoe: la anterior fue cuando se embarcó en un Bavaria de 40 pies en Higuerillas y partió en un raid hacia la isla.

Hoy, Zavala tiene otro objetivo: con Ocho Libros Editorial planea sacar una nueva publicación con sus mejores fotos de vida submarina. Sería su segunda obra. Su primer libro, editado por Kactus, lleva por título Chile. Paraíso submarino y se trata del compendio de toda una vida bajo el agua, trabajo que también ha aparecido en diversas publicaciones, entre ellas, Chile. País oceánico , Los siete destinos imperdibles y Biodiversidad de Chile. Patrimonios y desafíos .

En la cocina, Pablo abre su computador y, rápidamente, vemos algunas de sus mejores fotos. Eso hasta que de pronto aparece una que sorprende. En un azul intenso se ven nítidamente cuatro calderones, fáciles de reconocer por sus abultadas cabezas que recuerdan las que imaginamos deben tener los extraterrestres. Pablo dice que, junto a la fotografía que tomó de unas medusas en Punta del Gallo, también en Algarrobo, esta es la mejor foto que ha tomado en Chile. Y cómo no, si captar un momento así es casi irrepetible.

-En octubre del 2016 -recuerda Zavala- iba con un alumno y frente a la playa La Cuca vi que algo se movía en el agua cristalina. En un principio pensé que eran delfines, pero no: eran calderones y, sorpresivamente, se acercaron al bote y se quedaron curioseando. Eso me dio el tiempo para preparar el equipo de apnea y setear la cámara con tranquilidad. Me debo haber demorado 15, 20 minutos pues debía hacerlo bien. No me podía equivocar. Finalmente me tiré al agua y los calderones desfilaron frente al lente.

-¿Los volviste a ver?

-La segunda vez que los tuve cerca fue en la misma bahía de Algarrobo. Pasaron a unos 7 u 8 metros, pero en cuanto me tiré al agua se fueron rápidamente y las fotos no quedaron buenas.

Zavala dice que, socialmente, los calderones muestran una personalidad fuerte, e incluso entre ellos se pueden llegar a matar.

-Son bien cuáticos los calderones, pero con los humanos cambian y se muestran tímidos. Rápidamente se van si es que te acercas.

En cuatro décadas, Pablo Zavala ha visto calderones en cinco oportunidades. Sin embargo, solo en los últimos meses, los ha avistado en dos ocasiones. Una vez en la misma bahía de Algarrobo y la otra en un icónico lugar a pocos metros de ahí: Peñablanca, una monumental roca, exuberante en vida que, según Zavala, hace que Algarrobo sea un lugar tan interesante como lo es Chañaral de Aceituno en la Reserva Nacional Pingüino de Humboldt.

En camino

Dos días después del encuentro en la cocina, iniciamos el primer intento. Para eso nos montamos en el gran bote de la agencia de Zavala, una embarcación de fibra en la que caben quince personas.

Premunido de un motor de 90 HPs, de 4 tiempos, el bote es realmente rápido y marinero, por lo que sin problemas avanzamos a unas 25 millas por hora en dirección al sur. La idea es llegar a la Punta del Lacho, en Las Cruces, lugar donde se levanta el Centro Científico Biológico de la Universidad Católica y, desde ahí, volver lentamente bien pegados a la costa.

En el bote llevamos equipo de buceo autónomo, pero también lo necesario para bucear en apnea. El plan es simple: si los vemos, habrá que acercarse sigilosamente y, en algún minuto, tirarse al agua con aletas y snorkel.

Rápidamente Algarrobo queda atrás y, casi sin darnos cuenta, llegamos a Las Cruces. Luego regresamos, prestando especial atención al espectacular paisaje. Pero nada. Nada de nada. Por ningún lado se ve un calderón.

Sorprende pensar que, mientras aquí uno los busca sin otro objeto que contemplarlos y admirarlos, hay lugares en el mundo donde en cuanto los ven, los hacen pebre. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las islas Feroe, un país autónomo que depende de Dinamarca, aunque no está en la Unión Europea. Ahí, una vez al año, desde hace cinco siglos, los habitantes bajan de los riscos (donde no hay otra carne que no sea de ratas y lagartijas) y, en apenas unos días, matan con ganchos y lanzas al menos a mil calderones.

Una barbarie no solo considerando que, se sabe, los cetáceos comparten con los humanos la capacidad de usar y enseñar lenguaje, sino que, en el mundo, no quedan más que 800 mil individuos. Y la cuenta viene en baja.

Tres, cuatro horas después, Pablo me invita a que buceemos en el Laberinto del Lobo, uno de los spots más clásicos de Algarrobo, ubicado justo detrás de la Peñablanca. Cuando nos sumergimos, el agua está particularmente tranquila, plana, sin dificultades, así que bajamos admirando grandes paredes de roca donde viven viejas y estrellas, erizos y picorocos con sus respectivos blénidos, los "okupas" del mar chileno.

Muy cerca de ahí, Pablo enseña otra sorpresa: un naufragio en el que, entre el huiro palo, puedes ver dos anclas y una campana. Para observar calderones seguro ya habrá otro momento.

Tras el primer intento, las cosas se pondrían aún más difíciles. Primero, porque la segunda búsqueda pronto se suspende. En medio de una primavera que no llega, la bahía es sacudida por fuertes vientos y marejadas.

Hay que esperar.

Días después estamos listos para el zarpe y, en esta ocasión, Zavala decide que quizás lo mejor es buscar ahí mismo: en la bahía. Por eso el bote pone proa en dirección a los farellones y luego hacia el sector de San Alfonso.

Nada.

Nada de nada.

-Ya aparecerán -dice Pablo.

Luego, entusiasmado, dice que buceemos en La Pirámide, un impresionante lugar que el propio Zavala descubrió por chiripazo.

-Había visto a una persona bucear en el sector, pero el lugar con el que finalmente di ni siquiera lo conocían los pescadores. Resultó ser una rareza, una gran roca con una inusual vida marina.

La Pirámide, en efecto, está a unos quinientos metros del gran farellón de Algarrobo, el lugar donde se suele ir a pescar viejas y rollizos y, en verano, sierras y -con algo de suerte- palometas. En jerga marina es un "bajo ahogado" que comienza a los 32 metros de profundidad y sube hasta los 17.

Al descender el spot sorprende. Una de las caras de la gran piedra parece efectivamente una pirámide y, al dar la vuelta, lo que ves resulta alucinante. Hay grandes esponjas amarillas y, algo inusual en la costa central, impresionantes manchones de anémonas joya de vivos colores: rojas, amarillas, naranjas, verdes.

Lo que no hay, otra vez, son calderones. Aunque lo cierto es que tras la vívida experiencia, eso poco y nada importa.

¿La tercera es la vencida? Así dicen. Y no deja de ser cierto.

Unas semanas después del segundo intento, nuevamente estamos en búsqueda de los calderones. La diferencia entonces es que Pablo ha decido que partiremos buceando y luego iremos por los bichos. El lugar elegido es el Bajo del Che, un spot que fue bautizado así en homenaje a Che Martillo, un pescador y mariscador que murió unos años atrás debido a un aneurisma.

El Bajo está a la cuadra de la Peñablanca, unos 500 metros mar adentro. Y en cuanto te sumerges, te das cuenta de que vaya que vale la pena haber ido. La sorpresa es un impresionante jardín de anémonas naranjas que está a unos 35 metros de profundidad. Luego solo queda regresar al bote y continuar la búsqueda, otra vez en dirección sur, hacia Las Cruces.

Claro que no habría que navegar demasiado pues, saliendo de la Peñablanca, a no mucha distancia, otra vez, ahí estaban las largas aletas que tanta intriga habían causado ocho, nueve meses atrás.

En el acto, el motor se apagó.

Nos sumergimos.

Miramos para allá, para acá. Nada. En un santiamén los calderones se habían marchado. Pero había dos buenas noticias. La primera era que la foto de Pablo, que unos días antes me había mostrado en casa, seguiría siendo única y especial. La segunda, que los calderones aún estaban. Y es de esperar que, por mucho tiempo, sigan ahí.
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