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viernes, 29 de julio de 2022

EL ÉBANO DE LA NOCHE: O CÓMO RESISTIRSE A MORIR. Columna Literaria

Carlos Roa Hewstone
Doctor en filosofía.

Acaso el vocablo “nostalgia”, tomado en su origen griego (nóstos + álgos), o sea, volver a conmoverse por los seres amados que ya no están y el hogar, sea una buena forma de sintetizar el fondo de El ébano de la noche de Claudia Carvajal. Se trata de un libro escindido, con dos almas, pues, la propuesta de nuestra poeta discurre a lo largo de dos instancias igualmente enquistadas en la nostalgia: con ella, volvemos a conmovernos por quienes ya no están y, en ello, también por la tierra propia, la persistencia de un hogar al cual llamar propiamente ‘nuestro’.

La primera alma dice relación con los seres amados que persisten en no morir, que se resisten a ir del todo fuera de nuestro alcance, los no idos. Si bien desconocemos lo que es la muerte, y pensar en ella no nos ayuda a saber lo que es, resulta igualmente acertado afirmar que nadie parte definitivamente si no es olvidado. Antes bien, existe un estrecho nexo entre recuerdo y muerte, al punto que resultan ser casi términos excluyentes: en la medida que hay recuerdo, no hay muerte. Creo que este es el primer tópico que desglosa el poemario (“Me hundo en tu corazón/ detengo el tiempo”), y lo hace al modo de un corolario o escorzo. En el libro, ‘morir’ implica una suerte de inminencia, una posibilidad que se encuentra en todas las posibilidades (“La muerte se esconde tras la puerta”), asimismo, es una forma de renacer, de abrirse a una eventual nueva vida (Lo recuerdo como pupa al amanecer), o bien, constituye una manera de responso, una finalización del sufrimiento (“Voy a respirar profundo/ a soltar mi cabello para que descanse/ en la gravedad del tiempo”, nos dice la poeta).

La segunda alma describe a Cartagena de Chile entendida como un hogar, una provincia o lugar de procedencia. Acá, poema tras poema, emerge el pueblo como espacio edificante de la propia existencia resonando más allá de la mirada del turista o el tráfago de la vida diaria. Dado que el mar pesa, la roca late, el bosque rasguña o la huella se marca en la arena, Cartagena aparece como espacio de reflexión o contemplación, pero también de encarnación. Cartagena se yergue como instancia de vivencia, de lugar irrepetible y único al que se contempla (“He aquí la danza de las almas”), pero donde también la carne ama (Mis labios entumecidos aún pronuncian tu nombre) y el espíritu se sacude (“El hombre está tendido en la arena/ lo arrastró la corriente hasta Playa Chica”).

Pero, ¿qué une ambas almas en un todo unitario? Considero precisamente que el elemento unificador es su tratamiento de la temporalidad. Con El ébano de la noche, Claudia Carvajal presenta un libro que aúna lo material con lo espiritual, y lo espacial con lo temporal (“Las estaciones huelen a hojas quemadas”: “La patria no hace distinción”). No habitamos un mundo de objetos o experiencias entendidas como datos, sino en las sensaciones con las que instituimos al entorno, volviéndolo orgánico. Así, si habitar es poetizar, lo es sólo en esa forma de memoria que pareciese estar más en los objetos, experiencias y lugares que en nosotros mismos y que, lejos de disolvernos en la pura dispersión, contribuyen a conjuntar el interior y el exterior en una misma vivencia que nos totaliza y nos completa desde el sentir (“Largo y angosto recorrido/ lejos del rumor del agua”; “Es necesario volver al pueblo”). El hombre singular, los nombres propios y el mundo, a menudo separados, aparecen como indivisibles en este libro, cartografiar los cimientos, los orígenes, las trasformaciones, las huellas o vestigios de ese sentir fundamental -cuyo logro último es la fórmula de la trascendencia-, establece, de palmo a palmo, su pretensión primaria y elemental (“Mis manos cansadas vuelven al inicio del todo/ A mi sombra errante/ A la tierra/ A la arena/ A las quebradas rocosas/ A la playa donde rompen las olas/ y a la casa que tiembla al compás/ de un furioso mar”) sentencia Carvajal, como queriendo hacer de la experiencia interior algo objetivo, convirtiendo lo íntimo en aquel espacio donde las cosas sienten aparte en su ensimismamiento, en su ser inertes, pero igualmente en armonía con quienes las sintieron, las sienten o las sentirán, a saber, por sí mismas.


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