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miércoles, 15 de abril de 2020

EL PAPA DE VELÁSQUEZ

Por Pablo Salinas

Velásquez viajó por segunda vez a Italia en 1649. La primera había sido veinte años antes y el mismo sevillano consideraría ese un viaje formativo, a la reconocida cuna del arte occidental. Siempre como pintor de Felipe IV, esa segunda estadía italiana tuvo una carga de compromisos mucho más marcada que la primera. Básicamente su tarea era encargarse de la selección y compra de obras de arte para alhajar la corte española. Pero también aprovechó el tiempo para pintar. Su fama era grande y en Roma el mismo Papa pidió que lo retratara. Hay que considerar que en España desde el rey a varios personajes encumbrados de la nobleza ya habían posado para él, pero el jefe máximo de la Iglesia, entonces, aun conservaba no poco de esas resonancias áureas, de "emisario de Dios en la Tierra", su figura tenía un peso mayor. Velásquez, en pocas sesiones, pintó un retrato simplemente extraordinario, considerado por muchos, sin ánimo de sentencias vanas ni exageraciones, como el más asombroso retrato pintado nunca.
Es sabido que Francis Bacon quedó chiflado cuando se paró ante esta obra, y está claro que el retrato efectivamente lo descompuso. Tras reponerse, el inglés trató durante el resto de su vida de pintar a la "manera de Velásquez", pero entendiendo, porque era una persona inteligente, que durante el resto de su vida pintaría "bajo el embrujo de Velásquez"; tratar de emularlo era tarea perdida. Entonces no dejó de embetunarse los dedos para esparcir la pintura sobre la tela, en la desesperación por alcanzar algo de esa alucinante soltura, brillantez y verdad del cuadro del español.

Evalué hace muchos años, estando en París, viajar a Roma, a ver el bendito cuadro, que hasta el día de hoy conservan los descendientes de aquel Papa en su palacio. Recién hace pocos días, por youtube, visité ese palacio, el Doria-Pamphilli. En su interior se exhiben no pocas obras maestras de distintos pintores. Pese a ello, cuando aparece este Inocencio X, confieso que se produce un impacto, un quiebre. El cuadro es una excepción; es un poco de otra estirpe, de otro planeta. Obras exquisitas, equilibras, muy bien pintadas. Este cuadro tiene todo eso, pero además un atrevimiento que revienta todos los moldes. Lo que es hermosísimo, y también un poco extraño. Extraño que haya sido un español, un súbdito de la castísima corte española, quien haya pintado tan como un funcionario pesadamente sentado en su trono a este pretendido "emisario de Dios en la Tierra". Ese señor hijo de familia ilustrísima, titulado de abogado que se había pasado gran parte de su vida litigando en tribunales, de golpe se le nombra e introduce en la alta administración de una de las instituciones más antiguas y poderosas del planeta, la Iglesia. Ese hombre se nos aparece de frente, mirándonos con cierta molestia, recelo, altivez sí, en ningún caso dignidad, menos magnificencia.

Pararse frente a ese retrato, si se puede, o simplemente mirarlo con atención, desde cualquier parte, un libro o una plataforma digital, nos ahorra cientos de páginas de lectura de análisis, de historia, de investigaciones sobre el funcionamiento del mundo, sus entresijos, sus profundidades. Queda todo claro, dicho sin estridencias, y sin querer, en cierta medida, verdaderamente decirlo.

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