El presidente Boric se presentó el 1 de junio con la prestancia de quien ha aprendido a ocupar el escenario sin ceder su papel ideológico. Fue un discurso largo, cuidado en sus formas, emocional en su tono y ambiguo en su fondo. Una vez más, el jefe de Estado utilizó su herramienta más eficaz: la palabra, como instrumento de influencia. El arte del discurso –que los griegos llamaron rhetoriké– brilló con destellos que merecen análisis, no sólo político, sino también filosófico.
En su Retórica, Aristóteles distingue tres modos fundamentales de persuasión: logos (la lógica del discurso), ethos (la autoridad moral del hablante) y pathos (la emoción que despierta en su audiencia). La eficacia del orador radica en conjugar estos elementos para mover a la acción, al asentimiento o al aplauso.
Logos: la razón segmentada
En el plano del logos, el discurso presidencial se sostuvo sobre un conjunto de cifras, indicadores y ejemplos puntuales: aumento del salario mínimo, cobertura de salud mental, reducción de jornada laboral, ejecución presupuestaria en regiones. Sin embargo, estos datos fueron presentados de manera descontextualizada, fragmentaria, con evidente omisión de aquellos que podrían poner en entredicho el relato: inflación persistente, cifras de víctimas por delincuencia y narcotráfico, caída de la inversión extranjera, pérdida de confianza empresarial, aumento del desempleo y el escándalo de las fundaciones y las licencias fraudulentas que han convertido al estado en botín.
La razón aquí es instrumental, parcial, estratégica. Es el logos del sofista que sabe manipular los argumentos, no para buscar la verdad, sino para sostener la fachada de verosimilitud. Platón retrató al sofista como aquel que cambia la opinión, no con sabiduría, sino con destreza lingüística. El presidente no miente abiertamente, pero construye un universo narrativo en el que los fracasos desaparecen del campo semántico.
Su logos no es el de la verdad demostrada, sino el de la falacia administrada.
Ethos: la erosión del carácter
En cuanto al ethos, el presidente proyecta una figura dividida. Por un lado, intenta consolidar una imagen de jefe de estado responsable, sensible a los dolores del país, institucionalmente sobrio. Por otro, no logra desprenderse del ethos conflictivo que lo caracterizó como parlamentario beligerante. Su tránsito desde la protesta al orden no ha ido acompañado de un reconocimiento claro de sus errores pasados, sino de una justificación persistente de la revuelta como origen del nuevo Chile.
La credibilidad de su ethos se ve minada por la memoria: el diputado que justificaba la violencia como "expresión legítima del malestar", que alababa a los "presos políticos del estallido", que enfrentó y deshonró a carabineros, que justificó el narcoterrorismo en la Araucanía, que declaró no creer en los acuerdos de la transición. Hoy habla como presidente, pero con el alma del dirigente estudiantil y el diputado que todavía se niega a pedir perdón por los incendios simbólicos y reales que promovió con sus palabras.
Su evolución no es renuncia: es mutación estratégica. El diputado Boric que justificaba el desorden callejero ahora lo llama “malestar legítimo con episodios lamentables”. El que relativizaba la violencia, ahora la denuncia... sin perseguirla. El que criticaba el orden institucional, hoy lo invoca, aunque lo ataca cuando le resulta incómodo. Es el mismo hombre, con otras palabras. En este sentido, resulta un modelo acabado del sofista contemporáneo.
Así, también, se manifiesta el demagogo, no el tirano. El que no impone por la fuerza, pero desliza por la palabra. El que conmueve más que convence, para esto necesitaría razones. El que invoca el bien común mientras impone su propio diseño de lo que “el pueblo” necesita. Es el arte del sofista moderno, ahora vestido de institucionalidad.
Y, sin embargo, la memoria no olvida. El estudiante antisistema, Gabriel Boric, que llamaba a tomarse las universidades, que celebraba la revuelta, que llamaba a desconocer las “lógicas de transición”, no ha desaparecido. Solo ha mutado estratégicamente. La revolución, aunque frustrada en las urnas, avanza por resoluciones. No se ha rendido: se ha adaptado.
Por tales razones, el presidente no posee autoridad real, considerada como el saber socialmente reconocido. Al parecer, la credibilidad y el prestigio, que se fundamentan como criterio último en la confianza, están ausentes en el ethos del presidente.
Pathos: el gobierno de las pasiones
Donde el discurso presidencial alcanza su mayor eficacia es en el pathos. La apelación a los sentimientos fue constante y cuidadosamente calculada. El relato de mujeres cuidadoras, niños con problemas de salud mental, jóvenes con movilidad reducida, pueblos originarios en lucha por reconocimiento o los rostros de niños con TDAH que, gracias al Estado, ahora son cuidados.
El lenguaje está tejido para provocar compasión, identificación, ternura. La emoción reemplaza a la argumentación.
En términos de la retórica clásica, el presidente activa pasiones fundamentales: la indignación contra la injusticia, el miedo frente al retroceso político, la esperanza en una patria redimida, y también el orgullo colectivo por los supuestos avances sociales. Pero lo hace sin distinguir entre las emociones legítimas y las manipuladas. La pasión no se ordena al bien común, sino al consenso emocional momentáneo. Al referirse a la transformación de Punta Peuco en un penal común, el presidente Boric no solo ejecuta una decisión política: lanza una proclama ideológica. Sabe que divide, que duele, que no suma votos, pero envía un mensaje a su tribuna. Lo mismo ocurre con su insistencia en el aborto legal hasta las 14 semanas, o con su defensa del proceso constituyente fallido: gobierna con la pluma del Ejecutivo y la voz de la emoción que manipula y ejerce violencia sin armas, pero igualmente letal.
No hay en el discurso una configuración ética de las pasiones como propone el pensamiento político clásico, donde éstas son integradas a la razón y orientadas hacia el bien. En su lugar, el presidente moviliza pasiones desordenadas que desconfían del orden existente, y que legitiman su política del decreto como la única vía para avanzar, dada la “intransigencia” del Congreso. Es el pathos del resentimiento moralizado, del dolor convertido en bandera.
El sofista y el demagogo
Este ejercicio discursivo responde a dos figuras clásicas del pensamiento político griego: el sofista y el demagogo. El primero, según Platón, es el que vende sabiduría aparente, el que convierte el lenguaje en arma de seducción. El segundo, según Aristóteles, es el que halaga a las masas para obtener poder, aun a costa de dividir la ciudad.
El presidente se ubica en la confluencia de ambos. Su discurso está más cerca del artificio sofístico que de la deliberación racional. No convoca a la virtud ni al deber, sino a la identidad herida y al derecho emocional. Y como demagogo, sitúa al pueblo en contra de las instituciones que no le obedecen. En vez de gobernar con el Congreso, lo sortea. En lugar de configurar acuerdos, los denuncia como herencias conservadoras, por mucho que recurra al término acuerdo o consenso pero vacío de contenido y convicción real.
En su relato, los que no lo apoyan son “quienes temen perder sus privilegios”, “los defensores del modelo”, “los que quieren un Chile para pocos”. El pueblo es uno, puro, inmaculado; sus opositores, egoístas, oscuros, reaccionarios. Esa visión binaria, tan peligrosa como efectiva, es el núcleo de la demagogia clásica y también contemporánea.
La revolución por otras vías
El presidente ha comprendido que su programa ideológico no tiene cabida en el Congreso. Pero en vez de corregir, redobla la apuesta. Ha recurrido sistemáticamente a decretos, convenios administrativos, modificaciones reglamentarias, e incluso reinterpretaciones jurídicas para avanzar su agenda de género, identidad, memoria, medioambiente y redefinición del Estado. No se trata de gobernar con la ley, sino de modelar la ley desde el poder ejecutivo. El uso de la palabra pública, entonces, no es una rendición de cuentas al país, sino una actualización performativa de la revolución. No necesita balas ni barricadas: tiene decretos y discursos. La constitución política rechazada por la ciudadanía vive en forma de programa, y el programa vive en forma de discurso.
Chile escuchó un discurso. Pero en el trasfondo, lo que se proyectó fue una ideología. Una que no admite correcciones de fondo, sino ajustes de forma. Porque cuando se gobierna con minoría pero se predica como mayoría, el discurso se vuelve la principal arma. En ese sentido, la palabra reemplaza a la ley. La emoción a la razón. Y el decreto a la deliberación, son las violetas que florecen al andar.
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