Desde hace décadas, el progresismo ha dejado de concebir la vida como un don para transformarla en un artefacto desechable. La noción de vida, otrora entendida como un don, ha sido domesticada por los nuevos ingenieros sociales del progresismo. En esta operación, el pensamiento de Michel Foucault ha sido decisivo, especialmente su lectura de la biopolítica en La volonté de savoir, primer volumen de L’histoire de la sexualité. Allí, Foucault desarrolla una tesis tan lúcida como corrosiva: el poder moderno ya no se ejerce matando, sino administrando la vida.
“Uno de los grandes instrumentos del poder desde el siglo XVIII ha sido la medicalización de los comportamientos, los cuerpos, las poblaciones” (La volonté de savoir, p. 184). “El poder tomó a su cargo la vida. Más que el derecho a hacer morir, ejerció el poder de hacer vivir” (ibid., p. 188).
La soberanía clásica cede paso a un poder capilar, técnico, que no prohíbe, sino que regula. La vida es fragmentada en saberes, números y políticas públicas. Y como el propio Foucault dirá en otro texto:
“La vida no puede ser pensada como simple dato natural, sino como resultado de prácticas discursivas y técnicas científicas que la hacen aparecer como objeto de saber y campo de intervención” (La vie: l’expérience et la science, p. 19).
En el Chile del siglo XXI, esta lógica ha sido asumida con fervor casi religioso por los gobiernos de la izquierda refundacional, en especial los de Michelle Bachelet y su heredero ideológico, el Frente Amplio. Ambos proyectos comparten una idea de la vida profundamente marcada por este paradigma: la vida debe ser subordinada a los procedimientos del deseo y de la autodeterminación. Basta revisar los pilares del segundo gobierno de Bachelet —aborto en tres causales, ley de identidad de género, educación sexual integral— para advertir la matriz común: no se trata de custodiar lo humano, sino de rediseñarlo.
Foucault, claro está, no escribió textos para legislar en Valparaíso, pero su influencia es visible en el modo en que el progresismo chileno ha entendido el cuerpo, la sexualidad y la vida. La persona ya no nace en una comunidad de vida y amor, sino que es producido por dispositivos normativos.
“La vida no puede ser pensada como simple dato natural, sino como resultado de prácticas discursivas y técnicas científicas que la hacen aparecer como objeto de saber y campo de intervención” (La vie: l’expérience et la science, p. 19).
En efecto, la vida ya no es el fundamento, sino el efecto de una red de saberes y controles. El poder, al medicalizar la existencia, produce individuos administrables, identidades flotantes, cuerpos gobernables.
El progresismo chileno ha profundizado este modelo con una lógica aún más radical. Ya no se trata solo de administrar la vida, sino de desarraigarla. La educación no transmite, deconstruye. La salud no cura, afirma identidades. La política no gobierna, redime. En nombre de una “vida digna”, se ha vaciado toda noción objetiva de dignidad. ¿Quién define lo digno? El sujeto, moldeado por el Estado como consumidor de derechos, desligado de toda verdad y de todo deber.
Así, la vida se convierte en una hoja en blanco. Pero una hoja en blanco necesita un redactor. Y es ahí donde el Estado se vuelve tutor total: redacta, edita y corrige. Al mismo tiempo que proclama la autonomía del sujeto, lo sujeta a una malla densa de protocolos, comisiones y políticas públicas. Foucault lo advirtió con precisión:
“Se está instaurando una política que define lo que debe ser una vida normal, un cuerpo sano, una sexualidad aceptable” (La volonté de savoir, p. 181).
Y cuando la regulación se disfraza de libertad, asistimos al más sutil de los autoritarismos.
Aquí aparece la crítica profunda de Vittorio Possenti, amigo del Club Polites, quien en su obra La rivoluzione biopolitica. La fatale alleanza tra materialismo e técnica cuestiona la ambigüedad ética del concepto foucaultiano de biopolítica. Si el poder moderno asume como función central el control de la vida —dice Possenti—, ¿cuál es entonces el criterio para distinguir entre gobierno legítimo y manipulación tecnocrática? La neutralidad foucaultiana, afirma Possenti, termina legitimando cualquier forma de intervención estatal sobre el cuerpo.
“La vida se convierte en materia de decisiones políticas sin referencia a una verdad sobre el hombre; y sin esa verdad, la biopolítica degenera fácilmente en tanatopolítica”.
Y en otro pasaje:
“Foucault ha contribuido a describir con fuerza la nueva forma de dominio, pero no nos da criterios para juzgarla ni para resistirla”.
En efecto, la crítica de Possenti apunta a que el análisis foucaultiano,
aunque agudo en su descripción del poder, carece de horizonte normativo. El poder “produce” sujetos, pero ¿con qué fin? ¿Con qué límite? Cuando todo se reduce a relaciones de fuerza, incluso la vida pierde su inviolabilidad. Lo que se pretendía emancipador termina legitimando nuevas formas de intervención sobre lo más íntimo.
En Chile, esta biopolítica sin alma se ha institucionalizado en nombre de los derechos: aborto, eutanasia, identidad de género infantil, reproducción asistida sin criterios, etc. La vida se vuelve negociable. Lo humano, disoluble. La biopolítica, sin corrección ética ni metafísica, se transforma en biogestión. Como lo resume Possenti:
“La biopolítica necesita una metafísica de la vida; sin ella, solo queda administración del cuerpo según las conveniencias del poder” .
El drama es que esta concepción termina por erosionar las bases mismas de la vida humana en sociedad: la familia, la transmisión cultural, la diferencia sexual, la gratuidad del nacer. En el Chile refundacional, el aborto es celebrado como derecho y la maternidad como carga, la filiación es un “constructo” y el vínculo con los padres una convención revisable. Como si la vida humana fuese una función del lenguaje, no una realidad anterior a todo discurso.
En el fondo, el progresismo chileno ha adoptado una visión escindida de la vida: separada de la naturaleza, de la comunidad, de la trascendencia. El resultado es una vida sin raíces, sin límite y, finalmente, sin sentido.
En su intento por liberarla de toda determinación, la ha dejado vacía. Lo que se presenta como emancipación no es más que abandono.
Frente a este panorama, urge recuperar una visión de la vida que no dependa de su utilidad, planificación, reconocimiento estatal, o deseo, sino su carácter sagrado y gratuito. La vida no es objeto, ni proyecto del estado, ni identitarismo subjetivo. No se funda, se acoge. La vida es anterior a todo proyecto y a todo gobierno. Pues, la vida es un don, y custodiarla es el primer deber de toda política verdaderamente humana, respecto de los falsos humanismos que, en nombre de la libertad, reducen al hombre a un expediente.
Referencias bibliográficas:
• Foucault, Michel. La volonté de savoir. Paris: Gallimard, 1976 (L’histoire de la sexualité, vol. I).
• Foucault, Michel. “La vie: l’expérience et la science”. Revue de métaphysique et de morale, n.º 1, 1994, pp. 3–20.
• Possenti, Vittorio. La rivoluzione biopolitica. La fatale alleanza tra materialismo e técnica, Turin: Lindau, 2013.
El autor:
Juan Carlos Aguilera P.
Dr. Filosofía y Letras. Universidad de Navarra. Catedrático de Filosofía y Director de Empresas Familiares.
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