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sábado, 2 de diciembre de 2017

TENER RAZÓN A TODA COSTA. ARTÍCULO DE OPINIÓN DE AGUSTÍN SQUELLA

Artículo de Opinión
(Las opiniones vertidas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no representan, por tanto, el pensamiento ni la línea editorial de este Diario)

Columna de El Mercurio. Dicembre 01, 2017 
Agustín Squella

por Agustín Squella Narducci. (*)

La única cura que se me ocurre para ese vicio, para ese mal hábito, sería tratar de ejercitarnos en la virtud, es decir, en un buen hábito, que en este caso sería la falibilidad.

Tener siempre razón, tener incluso "la" razón, estar invariablemente en lo cierto, tener continuamente la percepción e interpretación correcta de los hechos, vivir incluso instalados en la verdad como si esta se hubiera desposado con alguno de nosotros para toda la vida: he ahí distintas pero parecidas maneras de aludir a algo que nos pasa a todos, aunque de manera muy especial a los líderes de opinión, a los actores políticos, a los "encuestadores" que van por ahí registrando el fugaz estado de ánimo de las 200 personas que contestan su llamado telefónico, y, desde luego, a quienes nos gusta participar en los debates públicos que son propios de toda sociedad democrática. Un defecto, sin duda, un defecto muy extendido y también muy reiterado por quienes lo padecen (padecemos); un vicio, entonces, un auténtico vicio, es decir, un hábito reprobable y del que muy pocos sienten necesidad de curarse y ni siquiera de reconocerlo.

Algo como eso es lo que más hemos visto después de la primera vuelta presidencial y de las elecciones parlamentarias de hace 15 días. Impresiona comprobar cómo nadie trata realmente de reflexionar y entender lo que pasó, prefiriendo aferrarse a las ideas, cálculos y planteamientos que expresó antes de la contienda del 19 de noviembre. Eso a lo menos en público, porque este es el espacio en que actúan las cuatro categorías de individuos que mencionamos antes, aunque tal vez en privado, solos consigo mismos, en la intimidad que proveen la familia, los amigos o los más cercanos compañeros de trabajo, reconozcan sus errores y los diagnósticos equivocados en que incurrieron (incurrimos) antes de esa contienda. Pero tampoco me hago muchas ilusiones en este sentido. La tozudez, una ardiente tozudez, la cerrada obstinación consigo mismo y las propias ideas, la machacona porfía, son defectos difíciles de superar, e incluso simplemente de manejar, de manera que es probable que, incluso en privado, en vez de aprender las lecciones que dicta la realidad, nos dediquemos con el máximo empecinamiento a ver cómo acomodamos ésta a los prejuicios que teníamos acerca de ella y que no queremos cambiar por ningún motivo, no vaya a ser cosa que por reconocer errores perdamos la confianza en nosotros mismos y la credibilidad que nos dispensan nuestros semejantes Los editorialistas de diarios y revistas suelen caer también en este vicio, aunque protegidos por la falta de firma en las tajantes afirmaciones que puedan haber hecho antes de que la realidad les sonriera irónicamente en la cara.

La única cura que se me ocurre para ese vicio, para ese mal hábito, sería tratar de ejercitarnos en la virtud, es decir, en un buen hábito, que en este caso sería la falibilidad, la conciencia de la propia falibilidad y no solo de la ajena, o sea, contar con que creer sinceramente que no estamos equivocados puede ir de la mano con admitir al menos la posibilidad de estarlo. Esa es, precisamente, la diferencia entre un falible y un dogmático: este último cree también no estar equivocado, pero no admite siquiera la posibilidad de estarlo. El falible no es tampoco un escéptico que niegue toda posibilidad a la verdad; solo que, creyendo tenerla, admite su posibilidad de errar y, aún más, acepta que lo que llamamos de ese modo -verdad- es siempre el resultado de una búsqueda colaborativa. Colaborativa no con los que piensan igual a uno, sino todo lo contrario: una búsqueda que pasa por la interlocución racional, abierta, leal, de buena fe, con aquellos que no piensan como nosotros.

Pero se necesita algo más que conciencia de la propia falibilidad. Se requiere de una virtud todavía más difícil: la humildad. La dificilísima humildad no solo para admitir la falibilidad desde un principio, sino para reconocer, llegado el momento, que estábamos equivocados o, al menos, que no teníamos todas las piezas del rompecabezas en nuestras manos. La humildad, que es lo contrario de la jactancia, consiste en amar más la verdad que a uno mismo, o sea, como decía Spinoza, es "una tristeza nacida de la consideración que el hombre tiene de su impotencia y de su debilidad", de un saludable estado de ánimo a la baja que nos resguarda del pecado de orgullo.

Fuente: Diario El Mercurio. Edición 01 Diciembre 2017.

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(*) Abogado, periodista y doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Ex rector y profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valparaíso. Miembro de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Morales del Instituto de Chile. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2009). Autor, entre otros, de los libros “Democracia, derechos humanos y positivismo jurídico”, “Introducción al Derecho”, “Filosofía del Derecho”, “Deudas intelectuales”, “Lugares sagrados”, “Igualdad”, “Libertad”.
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5 comentarios:

  1. La falibilidad, o sea la posibilidad de ser falibles, (contrario a ser infalible), es el he hecho de poder equivocarse, errar en algo, y es absolutamente inherente al género humano. Todos cometemos errores, ergo, somos falibles.
    El hecho de "saberse" o sentirse infalible, en mi concepto nace de un ego tremendamente dominante y al cual la persona se entrega, sucumbe ante el, que maneja su mente a tal punto, que esa persona se siente infalible. Nunca se equivoca, nunca yerra. Squella dice que la humildad va más allá de la mera conciencia.
    Yo digo que primero debemos trabajar nuestra mente, para que esté presente en cada momento de nuestras vidas, y así tomar conciencia de nuestros pensamientos y acciones, lo que nos llevará a la humildad.
    Solo entonces acallaremos a nuestro ego, y como consecuencia tendremos una mente libre de "malos hábitos", como es la infalibilidad.
    Estoy seguro que aquellos que se creen y pregonan como infalibles, sus vidas están plagadas de equivocaciones. Solo que no se dan cuenta, su inmenso ego no se los permite.

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  2. Torpe forma de confundir fiabilidad con mentira absoluta. Que más se puede esperar de el Mercurio

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    1. Juan, aquí se habla de falibilidad no de fiabilidad. Al parecer, existe una confusión de su parte.
      Saludos

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    2. Toda la razón Rodrigo. ¡¡¡¡ Urge una vista al oculista. ¡

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  3. Tener la razón -al menos dentro de nuestra cabeza- es un ejercicio del ego que sirve perfectamente para inscribirse en algún partido político donde haya que tener argumentos infalibles para decir "verdades irrefutables" o para demostrar que los del partido político rival (o todos los demás) están profundamente equivocados. Claro que lo que menos importa es que nuestra "verdad" sea cierta. Lo importante, es que la de nuestros opositores no lo parezca.
    Es decir, si queremos filosofar sobre las fantasías que nutren nuestro ego, podríamos sazonar estas elucubraciones con los recovecos que habitan en la ambición, el orgullo, la soberbia, la envidia o la avaricia.
    Generalmente, tener la razón -en términos prácticos- no sirve de mucho. Apenas para darnos un baño de ilusión en la creencia que tenemos la venia o el respeto de quienes nos escuchan o nos leen, o, lo que es peor, de nosotros mismos.
    ¡Oiga, si hasta para ser humilde hay que ser humilde! Los políticos aplican la modestia y el reconocimiento de sus falibilidades con frases como "Reconozco que puedo estar equivocado". Esa frase me hace recordar al Bombo Fica y su Manual del Corrupto:"¡Miente, miente, miente y aunque te estén pillando, weón...miente!".
    El ejercicio de tener la razón es un impulso que está en el adn de la gente (de otros) que no están para aceptar que no saben, que no cachan o que no entienden, y que -de casi todo- apenas saben lo que oyen, lo que intuyen, imaginan, sospechan o adivinan.
    Los otros, los que siempre tenemos la razón en todo, somos aquellos ansiosos paladines de la “verdad” que vamos por la vida equivocándonos en lo más esencial: "tener la razón" no es un argumento, una prueba o una certeza. La importancia de "tener la razón" radica en que sea sinónimo de equidad, justicia, moderación, prudencia y cordura.
    Y bla, bla, bla…

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